FITO PÁEZ
LIMA
SUBIÓ LAS ESCALERAS HASTA LLEGAR AL TERCER piso de la casa, buscó entre los 2 cuartos y el baño, algo que le de una pista donde encontrarme, y caminando de puntillas hacia la puerta del balcón (con el animo de sorprenderme), me encontró apoyado sobre el mirador, viendo caer la tarde sobre esta parte de la ciudad (que antes era mía), con el volumen del stereo algo bajito, tratando de apagar con sagaz rapidez un maldito cigarrillo que había encontrado entre mis ropas de verano (y que consumía a escondidas de los demás). Un maldito cigarrillo que se cruzó en mi camino o me buscó (como una amante obsesiva), solo para hacerme saber que yo, que yo todavía estoy prohibido tocarla, de fumarla. Si lo sé, ahora son nocivos para mí.
-Eso te hace daño papá… anda vamos a recoger a la abuelita-
Se quedó mirando como mis manos hacían trizas ese tabaco sobre una mesa (para dejarlo contento). Acerqué su cabeza a mi pecho, y mi rostro y mi ánimo (que se venían abajo viendo pasar por mis ojos, el último cigarrillo entre mis cosas, hecho mierda por mis propias manos), abrió de par en par todos mis sentidos, para ordenar mis ideas y decirle, expulsando del pecho un gran respiro:
-Vamos pues… a recoger a la abuelita a la iglesia-
Hundí las manos sobre mis bolsillos, buscando las llaves, o quizás algún otro cigarrillo que, pueda prender lejos de la acuciosa vigilia de mi hijo, del resto de mi familia y talvez de mis amigos, mas solo encontré unas cuantas monedas que, eran por supuesto, el restante de una voraz compra de indescifrables medicamentos que, según los entendidos, será vital para la salud de este escribidor. Gracias a dios con esto se acaba la última dosis.
Son casi las 7pm. Una camisa, un chaleco, unos lentes con gruesos cristales de miope, el rostro sin afeitar, un pantalón oscuro, unos zapatos altos y un frió en el cuerpo son parte del blindaje que llevare, ahora que pisare el umbral que me conduce a la casa de dios.
Mi hijo, que lleva las llaves de la casa en los bolsillos será mi escudo, y como siempre mi carta de presentación ante tus ojos… Señor. Alguna vez mi amiga luciaprado me dijo que, pronto llegara el día en que deje de utilizar a los demás para limpiar mis pecados.
La verdad y déjenme ser sinceros en esto. No me imaginaba ver tanta gente joven en la iglesia escuchando misa. El lugar, este domingo, esta abarrotado. Mi hijo adelante, toma de mis manos, y me guía por entre todos aquellos cuerpos (como a un ciego) hasta ubicarnos en la parte media del templo, desde donde intentamos encontrar a mi madre, sentada entre todas esas personas que, seguro buscan paz a sus tristes, melancólicas y exageradas existencias.
Pero la tarea fue inútil, ella no era visible, no al menos ante nuestros ojos.
Un señor de casaca oscura arrodillado sobre el suelo, una señora con la cabeza hacia abajo en señal de reverencia, y algunos chicos del vecindario con las manos cruzadas (en clara señal de atención a las palabras del sacerdote), eran nuestros vecinos en la parte izquierda. En la parte derecha una robusta señora sobre una silla de ruedas, y muchas personas sentadas cómodamente en enormes sillones que parecen pasadizos, mas de mi madre, ni una sola señal.
Una jauría de adolescentes (vestidos completamente de blanco) pertenecientes seguro al coro de la iglesia, acompañan al ritmo de guitarras acústicas y candidas canciones, los silencios del sacerdote. Unas cuantas personas, seguro dichosas de verse sentadas frente a todos los demás, junto al párroco, leyendo algunos pasajes de la biblia, y de mi madre, ni una sola palabra.
Yo, por supuesto, para ponerme a tono con el momento, voy simulado que me sé de memoria todos y cada una de las oraciones que todos pregonan a la voz del padre, y voy con astucia imitado los pasos de los demás que, a mi alrededor observan como mi pequeño hijo realiza con una destreza que solo te la da la practica, una oración de rodillas, llevando su cabeza a la altura de sus cruzadas manos, apoyadas sobre una de sus rodillas.
Una linda chica de cabellos oscuros (y un par de cuadernos en las manos), le observa por detrás de mí, lo sé, pues jamás he dejado de prestar atención a los detalles, esta es digamos: una vieja costumbre, observando curiosamente cada rincón. Alguna vez la bestiapop me dijo que yo, era la muestra palpable de que todos los hombres son iguales a las mujeres… de curiosas (léase de chismosas).
Me siento incomodo porque, de pronto noto que la mirada que se fijaba en mi pequeño, ahora se clava en mi, y empiezo a buscar simuladamente cualquier cosa entre mis bolsillos, como queriendo encontrar una respuesta, una pista qué me lleve a descifrar la forma de acercarme a esa chica sin incomodar a los presentes, sin interrumpir la concentración de los demás; hasta que mi pequeño termina su sentida entrega al señor, y acerca su cuerpo al mío que, ahora orgulloso lo sostiene, y lo abraza, sin dejar claro está, de buscar entre todos los presentes, a la abuela de mi hijo. Mi madre.
Comienzo a repasar entre mis viejos zapatos, en mis pantalones, en el color de mis prendas, en mi apariencia de reo contumaz, en el estilo de mis lentes, tratando de buscarle un porque al descarado vistazo que esa chica aun tiene sobre mis pieles, y caigo en que quizá, soy el único en este templo con un nocivo olor a cigarrillo recién fumado; y algo en mi cabeza me dice qué, de repente también ella es igual que yo, una adicta a la malas costumbres que, llevada de las mechas, ha aparecido sentada buscando perdón y redención a sus pecados, y me ha descubierto entre todos estos puritanos plebeyos. Cruzo mis brazos, simulando total concentración a las palabras del cura, y mi laboriosa tarea de formular alguna estrategia para acercarme a los libros de la chica de cabellos negros, es interrumpida por la voz de mi hijo que dice como susurrando:
-¡Ya va a terminar la misa papá!-
El padre dice algo que no logro entender, y de pronto me veo envuelto en las manos de mi hijo, y de muchas otras personas que, sin conocerme estrechan fuertemente hasta de mis dedos, palmotean mis espaldas, y me dicen en clara señal de fraternidad:
-La paz sea contigo-
Algo que no logro entender, me separa de los demás y me lleva a dar unos pasos hacia atrás, esquivar a la señora sentada en la silla de ruedas, y brindarle el más calido y extenso de mis abrazos a la chica que minutos atrás me observaba quizás indolente. Mi amigo ginocarrillo me dijo alguna vez que, debería escribir todas mis historias con las mujeres que han marcado mi vida, y creo que ella, al menos esta noche, va por ese camino.
Sus cabellos negros se cruzan entre mis narices y su cuello, mis brazos se enredan por su espalda, mi cuerpo ansioso (de algo de acción) se pega al suyo, y su mano derecha que, sostiene los libros que ahora se apoyan sobre mi cintura, se ven sorprendidos de tan efusivo acto que, solo se ve interrumpido por las pequeñas manos de alguien que sacude y agita de mis prendas para decirme reclamando algo de atención:
-Papá te estoy mirando-
Algunas de las personas que nos rodean ven con gracia tan sublime acto de afecto, al tiempo que voy separando (a la fuerza) mi cuerpo del suyo, al tiempo que reacciono avergonzado, sin una idea clara de lo que me ha empujado a realizar este acto de devoción, e intentado darle fin a esta historia, busco sus ojos en mis ojos y le digo, lo que quizás hubiese querido decir en cualquier otra ocasión, en cualquier otro lugar, menos en el preludio al termino de una misa:
-Me llamo roy, mi nombre es roy-
No es necesario decir que al voltear, y ver a mi hijo frunciendo el ceño (celoso), fui capturado inmediatamente por un temor indescriptible.
Lo que vino después fue el término de la sagrada ceremonia, el momento en que la chica de seguro 30s (no me juzgues, ya no estoy para ponerme exquisito con las edades), se acerca al padre para recibir de sus manos, un elemento al que llaman todos: el cuerpo de cristo.
Lo que vino después fue observar a mi madre (a lo lejos) realizar ese viejo ritual, y ver como mi hijo acercándose a su abuela, apoya su cuerpo sobre un altar, para dejar una pequeña plegaria, mirando la imagen de cristo, en el centro de la iglesia.
A mi me tocó esperarlos cerca de la puerta de salida, y observar contento como esa linda chica (que me ha regalado ahora una sonrisa) conduce la silla de ruedas de la mujer que había estado a mi costado (que seguro es su madre o su abuela) hasta afuera del local. Me tocó fisgonear entre sus libros que, se apoyaban ahora en las manos de esa señora lisiada, para encontrar uno de esos viejos volúmenes de hermanheise que, alguna vez se cruzó en los días en que devoraba todos textos que llegaban a mis manos.
IMÁGENES PAGANAS: la exagerada vida del escribidor, los excesos y los buenos tragos se van alejando cada vez más de sus días, para dar paso a un nuevo comienzo. Ja, ja, ja me da risa cuando escribo de mi en tercera persona.